GRACIAS porque al fin del día podemos agradecerte, Señor y Padre nuestro, la familia: un hombre y una mujer que, a fuerza de verse y descubrirse en la cercanía del amor, dejan a su padre y a su madre y se hacen un solo corazón, un solo cuerpo y una sola alma, asentados en tu bendición. Y de esa conjunción empieza a rebrotar la vida nueva en hijos que hacen corro con ellos en un piso de 80 metros y un balcón enfilado de geranios. Padre, madre, hijos que crean fraternidad en cuanto nacen dos, viven jabalconados entre sí y se apuntalan mutuamente mientras crecen y crecen. Los padres renuevan cada día el amor inicial y apasionado que se va serenando entre el trabajo, los gozos y las incertidumbres que, de vez en cuando, cruzan el cielo doméstico y nubla, quieras que no, el horizonte.
Entre penas y amables monotonías, el arbusto inicial se ensancha y enraíza en el difícil arte de la vida en familia. Con todos los pesares que puedan surgir, con amor paciente y complaciente, han construido un hogar, nido y escuela donde todo mejora. Te damos gracias, oh Dios de Nazaret, aldehuela donde creciste en edad, sabiduría y gracia. Te invitamos a entrar en nuestra casa y reparar las inevitables grietas que los años y el viento han abierto sin que se hayan cerrado totalmente. Sé tú el mañoso albañil, el artesano múltiple que restaure el templo consagrado donde vivimos, lloramos y gozamos, apiñados, al fin, en un solo corazón. Haz que así sea, Señor de la familia, y te daremos gracias ahora y por los siglos. Amén.
