GRACIAS porque al fin del día podemos agradecerte, Señor y Padre nuestro, la luz que has instalado en nuestro corazón y en nuestra mente. Luz más veloz, más clara que la del sol saliente, esa luz que se dice en una sola sílaba y que es grito y suspiro, aclamación y cántico: FE. Gracias por la fe: esa luz que me llegó en los brazos de mi madre, bajo el chorro del agua bautismal y del óleo aromático sobre la frente. Después vendría, mi mano en su mano, el gesto que dibuja el signo de la cruz de hombro a hombro, más tarde el balbuceo del avemaría, el primer catecismo aprendido como quien canta con los ojos vendados, después la comunión primera, la misa del domingo, el colegio de La Salle, el Introibo ad altare Dei estrenando roquete de monaguillo, el rosario dormido en el atardecer callado, la mesa bendecida, el si es o no es llamada de Dios , la vestición del hábito, la Suma Teológica, la Biblia y el coro gregoriano … Y la primera misa.
Fe que atraviesa la vida entera, como fiebre remitente, con sus fases de sombra y luces, de claridades y eclipse, de fidelidades y arideces. Fe, no obstante, injertada en el propio ser cristiano, inicial y bautismal, que no se pierde de manera casual, de improviso o imperceptiblemente. Dios no retira sus dones, es asunto de la pequeña criatura, capaz, sin embargo, de trocear lo más santo, dejándola morir por consunción. Te agradezco, Señor, la fe donada.
Y tantas gracias más, unas a otras enganchadas como puñado de sabrosas cerezas. Y todo, por tu gracia y arrimo incansable. Porque me has mantenido la fe que me infundiste, porque pasas por alto mis torpes excursiones por el engreimiento de la razón y de la duda obstinada… Por todo, gracias y perdón a partes iguales te pido y te doy en esta noche. Amén, amén.