El Superior como animador de la vida comunitaria

29 de diciembre de 2007 – Fr. José Luis Gago

Introducción

El Superior es tal, en relación a la comunidad que lo elige o lo acepta. Dicha relación se establece entre dos entes; por tanto, tiene dos sujetos “interactivos”: los frailes y el Superior.

Las Constituciones, por su propio carácter, son parcas en consideraciones morales y asesoramientos espirituales. Aún así incluye, normalmente en párrafos introductorios de índole jurídica o normativa, algunas indicaciones que apuntan rasgos esenciales de aquello, o aquellos a quienes se refiere.

De los frailes, en relación con los superiores, afirma: “Por exigencia del bien común, que obliga a los frailes a obedecer….” (LCO nº 20, I) Y en otro lugar: “Los frailes, por su parte, respondiendo a los superiores con espíritu de fe y de amor hacia la voluntad de Dios, y con voluntad de cooperación fraterna, esfuércense en sentir sinceramente con ellos, y cumplan discreta y solícitamente lo que les manden. En el desempeño de sus cargos, procuren tener una obediencia pronta y diligente, sin demora; sencilla, sin inútiles indagaciones.” (LCO nº 20, IV)

De los superiores, a su vez, dice: “El Superior, buscando la voluntad de Dios y el bien de la comunidad”… “no se considere feliz por el poder que tiene de mandar, sino por el amor en el servir… y “promueva un servicio libre, no una sumisión servil.” En función de este espíritu, le invitará, en otro lugar (LCO nº 299) a “promover la vida fraterna, regular y apostólica, proveer a los frailes en sus necesidades y ser solícito en que los frailes cumplan con sus obligaciones propias”.

Ahora bien, en esta relación, a la vez jerárquica y carismática entre Superior y frailes, ¿quién crea mayores dificultades al otro sujeto correlativo: ¿los frailes al Superior o el Superior a los frailes?

Si hacemos caso a la sana doctrina tradicional, la obediencia del fraile a sus superiores es garantía de perfección: ”Entre los votos de los consejos sobresale la obediencia, mediante la cual la persona se entrega totalmente a Dios; sus actos están más cerca del fin que en sí mismo tiene la profesión, que es la perfección de la caridad….” (LCO nº 19, I)

En principio, pues, parece que, por la obediencia, el Superior facilita la perfección a los frailes, más que ellos a él en el ejercicio de la autoridad. Siempre se ha dicho: “Obedecer es reinar”, “El que manda puede equivocarse, el que obedece, nunca”. Resulta coherente deducir, que los superiores tienen más difícil su santificación, por esta vía relacional, que los frailes que le obedecen.

Aún así, una, y no pequeña dificultad con que se topa el Superior, es el propio cargo u oficio, sujeto a más y mayores errores y equivocaciones que las que arrostra el fraile que obedece. Claro que también el Superior puede “facilitar la perfección”, haciendo que los frailes de su comunidad asciendan velozmente por el empinado camino de la santidad, vía purificaciones pasivas.

La historia demuestra que las actitudes autoritarias de poder prioral, dificultan el desarrollo normal de las mutuas relaciones. No obstante, la Providencia Divina, hace que se tornen ocasiones propicias para la santificación de algún fraile en particular, o de toda la comunidad, por vía de fastidio trienal. Aunque menor, tampoco es pequeño el poder recíproco: el de los frailes en la santificación del Superior.

Hechas estas primeras generalizaciones, y puesto que se me ha encomendado el tema de las dificultades del Superior, entremos en ellas. 

Dificultades del Superior

1.- Inmovilismo

O el “statu quo”, como pacífica posesión de un derecho adquirido… Un “statu quo”, bastante generalizado, que se manifiesta en la inamovilidad de los frailes. Mas, no sólo en la inamovilidad física, sino también en la inmovilidad mental y psíquica de quien disimula su enrocamiento, en actitudes de equívoca firmeza o de “madurez experiencial”.

El inmovilismo puede llegar a ser un hábil elemento de control al Superior, que se siente limitado y condicionado en los intentos de introducir modificaciones en la vida común y/o individual. Es notable el bloqueo que uno o varios frailes pueden efectuar respecto a proyectos de modificación propuestos por el Superior, y que tienen como argumento el de esta sagrada tradición: “Siempre se ha hecho así”.

Este inmovilismo dificulta, hasta el desánimo, cualquier mejora, actualización, renovación o revisión de modos de vida en las diversas vertientes de la vida común: cambio de horarios, renovación de oficios, aceptación de trabajos ministeriales, pequeñas modificaciones en las celebraciones litúrgicas, inhibición en planes de formación permanente o en cursos y reuniones inter-conventuales, etc.

Efectos también del “statu quo”, pueden ser la pasividad en los coloquios conventuales, en las reuniones comunitarias, en los capítulos conventuales: actitudes que empobrecen al fraile individualmente y a la comunidad. Inmovilismo que denota y realimenta desinterés, comodidad, o pereza intelectual.

Otro ámbito propicio a la pereza, a la rutina, amparadas en la afirmación de la autonomía o de la originalidad individual, es la ramplonería y la vulgaridad. Dicho en más finos términos: la falta de cuidado, pulcritud y corrección en el trato a las personas y en el propio hábitat conventual.

Especial esfuerzo de renovación –no siempre asumido con exigencia y autocrítica-, merece el esmero en las celebraciones litúrgicas, la solicitud por la dignidad y por la estética en formas y expresiones cultuales. Remover ciertos hábitos, solicitar colaboración por la mejora de estos modos, puede suponerle al Superior un plus de violencia interior hasta aparecer, ante sí mismo, como un exquisito “maniático”.

Ante esta serie de pequeñas, pero apreciables dificultades, es aconsejable que el Superior actúe con cautela y sosiego. La convivencia enriquece y perfila el mutuo conocimiento; conocimiento y habilidad, que le marcarán los ritmos y modos adecuados para introducir lo que él entiende como amejoramiento de la vida comunitaria.

2.- Individualismo

La definición más simple afirma, que es el aislamiento y egoísmo en las relaciones sociales. Más descriptiva la que lo define como “actitud que lleva a pensar y a actuar de modo independiente, con respecto a los demás o frente a normas establecidas”

Esta actitud no es entre nosotros predominante, aunque tampoco está ausente, pues es constitutivo de la condición humana, que “el yo” reclame sutilmente sus “derechos” en momentos o circunstancias determinadas. Es improbable que el individualismo sea criterio de pensamiento y primer principio intelectual del fraile. Pero, a veces, el comportamiento, las actuaciones, las omisiones, sí revelan, si no convicciones, sí actitudes asentadas y, en casos, sistemáticas.

El individualismo, atenta contra la fraternidad, desequilibra la estructura operativa de la comunidad y dificulta la labor armonizadora del Superior.

Este defecto se manifiesta en quienes anteponen su plan de vida, su trabajo y actividades personales a las comunitarias. Personas que funcionan en paralelo -cuando no en dirección contraria- a la comunidad en horarios, ocupaciones, compromisos, ausencias, salidas… No, -¡faltaba más…!- en materia económica.

Tal actitud, y sus manifestaciones, son notoriamente injustas, revelan menosprecio hacia la comunidad y suelen “justificarse”, con comentarios y críticas irónicas hacia iniciativas o trabajos de otros o de la propia comunidad, disimulando malamente cierta intención despectiva.

Otro modo de individualismo es la negativa explícita o la inhibición ante propuestas y peticiones de trabajos concretos, sean de índole apostólica o de colaboración en oficios o tareas comunitarias. Incluso, provinciales.

3.- Naturalismo

Inclinación contagiosa a establecer principios y pautas de comportamiento, en un marco meramente racional, humano, a tono con las claves del momento social, económico y cultural.

Esto trae consigo, modos de vida establecidos sobre referencias de bienestar, comodidad, abundancia, consumismo, superfluidad, etc, etc.

Dedicación de horas extra -excesivas-, al ocio y a pasatiempos limítrofes con la frivolidad que, a su vez, se incorporan como temas de conversación y “quaestiones disputatae”. Resulta difícil introducir en las conversaciones cotidianas, y con naturalidad, materias y asuntos religiosos, teológicos, espirituales, piadosos…

Todo ello crea e informa una atmósfera plana, temporalista e intrascendente, superficial e inconsistente, que proyecta una imagen falsa de comunidad “alegre y confiada”. Una comunidad, o parte de ella, un par de frailes en esa tesitura, obstaculizan la animación del grupo conventual.

4.- Carisma lánguido o de baja intensidad

Es notoria la simplificación de las observancias regulares a que hemos sometido la vida conventual. Lo que comenzó con espíritu de purificación en búsqueda de esencialidad, ha derivado en la eliminación, no sólo de adherencias y protuberancias en buena hora suprimidas, sino también de elementos que configuraban el entramado de la vida regular y que mantenían la atmósfera característica de la vida fraterna dominicana.

Me refiero a las “cuatro coordenadas de lo dominicano”, como lo denomina el P. Provincial en su carta a los frailes en adviento: “vida común fraterna, estudio continuo, liturgia comunitaria pública y pobreza solidaria”. Pero también a aspectos significativos de la identidad, diferenciadores…: el silencio ordinario y profundo, los horarios que unifican el ritmo de vida común, la mesa y la austeridad perdida, los capítulos regulares, el hábito dentro del convento, la asistencia y digna celebración del Oficio Divino, la oración personal…

El evidente decaimiento y relajación de estos factores de vida dominicana, son consecuencia de la pérdida de vigor espiritual, de vida interior, de ejercicio contemplativo. Somos magníficos profesionales en las diversas áreas en las que desenvolvemos nuestro trabajo, lúcidos predicadores, especialistas en todo tipo de asesorías, orientadores excelentes, maestros en ciencias humanas y divinas, expertos promotores de acción social, etc., pero hemos abandonado la contemplación y el estudio, la vida regular y la oración.

El P. Provincial, en la citada carta adventicia afirma que: “no podrá haber un buen replanteamiento de presencias, si no se apoya en un impulso espiritual para revitalizar nuestra vida dominicana.” Yo añado: impulso espiritual, no sólo para el replanteamiento de presencias, también para las esencias y las potencias.

Dificultades del Superior, en sí mismo

La primera dificultad, previa al ejercicio del cargo por parte del electo o nombrado, puede presentarla el propio fraile recién elevado a la dignidad y servicio de Superior: la resistencia a aceptar el cargo.

La humildad puede ser una razón respetable, pero no suele aparecer como primer argumento para rechazar el nombramiento o la elección. Una gran variedad de recursos se agazapan en las réplicas de resistencia a aceptar el oficio. Con frecuencia, responden a la pereza de moverse, la renuencia a desinstalarse del actual destino y trabajo pastoral, generadores a la larga de la perniciosa “estabilidad”. Resistencia o negativa, a cambiar de comunidad, de convento, casa, habitación, etc, agudizadas por el despegue o desgarro de amistades, de afectos, de lugares de extensión cultural o expansión lúdica, a lo que se suma, incluso, el no pequeño incordio de la mudanza del ajuar.

Aún supuesta ya la aceptación del cargo, el Superior es también un fraile como los demás, al que se le pone en el difícil trance de “promover la vida fraterna, regular y apostólica, proveer a los frailes en sus necesidades, intentar que los frailes cumplan con sus obligaciones, ofrecer por ellos el sacrificio de la misa y exponerles con frecuencia la palabra de Dios”. Todo ello, en el más puro espíritu de servicio en la caridad y la humildad.

Todo lo cual ha de intentarlo desde sus limitaciones, defectos y pecados; lo que le hace, particularmente, vulnerable. Ese intento –que se le supone bien intencionado- puede realizarlo bien, regular y mal.

Para cumplir adecuadamente su oficio, para hacerlo bien, tiene que ser sencillo, servidor sin límite ni condiciones, humilde, paciente, alegre, comunicativo, fraterno, preocupado sin nerviosismo, consultándolo casi todo, organizador con sentido de equipo, promotor razonable, puntual y cumplidor, animador de coloquios, capítulos conventuales, o de simples conversaciones cotidianas.

Lo último, -con qué tacto y cuidado ha de hacerlo, decir la última palabra y mandar -en casos determinados-, cuando no quede otra salida. Es decir: en última instancia. Previo a esta escala cromática, el Superior debe ser un fraile que se esfuerza en ser buen cristiano, fraile caritativo y observante, dominico fraternal y apostólico.

No obstante, insisto, el propio Superior puede ser su primera dificultad: para sí mismo y para los demás, si, como previene San Agustín, “se considerase feliz por el poder con que domina, y no por la caridad con que sirve.” Y añade el santo en su Regla monástica: “…obedeciéndole con diligencia, compadeceos no sólo de vosotros mismos, sino también de él; porque cuanto entre vosotros está, en lugar más elevado, tanto se halla en mayor peligro.”

Sin embargo, no convendrá exagerar ese peligro por cuanto, hoy día, no parece encontrarse el Superior “en lugar más elevado” respecto a los frailes de la comunidad. El “peligro” pudiera venirle, más bien, de un cierto cansancio o desaliento, si su bien intencionado deseo de animar a la comunidad, se topa con alguna actitud de habilidosa resistencia o de sutil renuencia. Pero, como diría un castizo, “eso va en el sueldo”.

En la medida en que el Superior afronte su servicio y misión con generosidad, responsabilidad y amor fraterno, podrá dormir tranquilo, por cuanto sabe que los frailes de la comunidad son todos mayores de edad, titulados universitarios, consejeros espirituales, predicadores ilustrados y de comunión diaria. Saben lo que hacen. La responsabilidad es siempre personal.