¿Sabías que cantaba mucho y bien?

Tenía buen oído, hermosa voz y sentido musical. En la Escuela Apostólica, con apenas diez años, era solista del coro. El canto fue su compañero del alma durante toda su vida. Él escribió: “Para cantar no hace falta gozar de un oído fino o de voz privilegiada, lo que importa es que con la canción expresemos nuestros sentimientos. Si cantas mientras la primera agua te chorrea y despabila, si vas al trabajo con un salmo entre los dientes, si en circunstancia u ocasión adecuada te arrancas a cantar es que llevas un coro de jilgueros en el corazón y, donde quiera que vayas, llevas contigo la alegría que tan escasamente sembramos a nuestro paso. Pero donde el canto alcanza su mayor altura es en la alabanza y acción de gracias a Dios” (“Gracias, la última palabra”).